La prensa internacional ya se ha dado cuenta de la discrepancia entre la composición racial brasileña y los rostros que se ven por la televisión en las graderías de los estadios durante los partidos del Mundial. A juzgar por esas imágenes, los desavisados podrían incluso pensar que Brasil es un país de blancos.
En realidad, la ausencia de negros y mestizos en las gradas de los estadios reproduce un fenómeno muy antiguo: la invisibilidad de los pobres en la televisión brasileña.
Hasta la década de 1970, la televisión se dirigía hacia un público casi exclusivamente compuesto por las élites y clases medias altas. Los enredos y ambientes de las telenovelas, por ejemplo, tenían una clara función pedagógica: decir cómo debían comportarse y consumir los miembros de aquellas clases, tanto los más antiguos como aquellos que ascendían socialmente aprovechándose de los puestos de trabajo y oportunidades de negocio que surgían con la modernización capitalista de aquel período.
A partir de la redemocratización, a finales de los setenta, los pobres ganaron mayor peso político y pasaron a contar como una clientela importante en las elecciones y a organizarse en movimientos sociales urbanos, laborales, etcétera.
Pero fue, sobre todo, la disminución de la desigualdad en la renta, que se intensificó a comienzos del siglo XXI, lo que acercó definitivamente a la televisión a la gente que vive en la periferia de las grandes las ciudades a la televisión. El aumento del salario mínimo y las políticas de distribución de la renta abrieron el camino para que las clases sociales más bajas de la pirámide pasasen a contar como consumidores importantes en mercados de inmuebles, electrónica, grandes cadenas de supermercados, etcétera.
El aumento del consumo popular se ve reflejado en el mercado publicitario al ser demandados productos específicamente dirigidos a este público. La televisión ha respondido a esa demanda, sobre todo, con programas policíacos, que retratan casos de violencia ocurridos principalmente en la periferia, y que estigmatizan a los vecinos de esos lugares ante otros públicos y ellos mismos. Tratando la violencia en clave melodramática, dichos programas se basan en las figuras de la víctima y del bandido como tipos extremos, la bondad y la maldad en su pureza. De ese modo, moralizan un tema que necesita ser analizado sociológicamente y combatido políticamente: las maneras por las que la violencia se reproduce día tras día, basada en condiciones sociales, económicas, políticas y culturales profundas.
Recientemente, otra clave de representación de los pobres viene ganando fuerza en los programas de la Rede Globo: la de la visibilidad positiva de la periferia, que alcanzó las telenovelas con mucho éxito, como en el caso de Avenida Brasil. Pero su principal producto es el programa dominical Esquenta, conducido por la actriz Regina Casé, que se posiciona como una suerte de embajadora de la periferia recibiendo amigos para una roda de samba en la televisión. Allí se ve cómo negros y mestizos aparecen en la pantalla asociados no al tema de la violencia, sino al de la fiesta.
La dualidad entre la visión de Brasil como lugar de fiesta y violencia es una marca profunda de nuestra experiencia de brasileños. Desde la creación del mito de que somos un lugar donde no existe racismo, en la década de 1930, la cultura parece intentar juntar lo que la sociedad aparta, y la fiesta es ese momento de conjunción. Sin embargo, en muchas ocasiones somos obligados a confrontarnos con la fragilidad de esa sutura. En mayo de 2014, la violencia invadió la fiesta de Esquenta cuando Douglas Silva, un bailarín del programa, fue asesinado con un disparo en la espalda durante una operación policial en una favela de Río. El exterminio sistemático de jóvenes negros y pobres se colocó como un hecho indefectible y la edición siguiente del programa fue dedicada al tema. Pero entonces el poder de atracción de la dualidad entre la víctima y el bandido fue más fuerte, y el esfuerzo fue dirigido a combatir el discurso policial según el cual el bailarín estaba asociado al narcotráfico.
Para superar dichas dualidades, es esencial recolocar en el orden del día el problema de la desigualdad brasileña, evidente bajo un punto de vista político, cultural y económico, pese a la tendencia reciente de la distribución de la renta. Esa desigualdad reverbera tanto en la forma de la violencia como de la fiesta que busca su superación.