Gracias, Selección, gracias, Miguel
Ciro Gómez Leyva. Ni hablar, la historia de la Selección es la historia del dolor. Podríamos acostumbrarnos y soportarlo, el problema es que cada derrota parece más cruel que la anterior.
El problema es que en esta ocasión muchos nos enamoramos y volamos. No recuerdo otra Selección tan adorada por los aficionados y los mexicanos en general. El problema es que de repente nos fijamos metas extraordinarias, una epopeya desmedida.
Cuánta frustración, en fin, para los aficionados que hemos acompañado a nuestro equipo desde el gol de Joaquín Peiró en el último minuto que también tenía 60 segundos, al “clavado” de Robben, también faltando 60 segundos. Pero un aficionado de a de veras es esencialmente un soñador. Y los soñadores, bien apunta Valdano, tenemos capacidad para pasar de página. Lo haremos. Nos vamos, pero volveremos, diría Mac Arthur.
Gracias a los jugadores por, como he señalado más de una vez aquí, llevarnos a decir: qué bueno ser mexicano cuando juega la Selección. Gracias por Nueva Zelanda, Camerún, Brasil, particularmente por Croacia y, de alguna forma, por Holanda.
Y gracias, en especial, a ese tipo formidable que desde la heterodoxia y la pasión detuvo el derrumbe cataclísmico de la Selección y la levantó hasta hacerla sentir, creo que por primera vez, que podría ser semifinalista, finalista, campeona.
No sabremos qué tan cerca estuvimos. Pero qué carajo importa eso, Miguel. Gracias por las ilusiones. Por las alegrías. Por, como sintetiza el emocionante anuncio de Coca-Cola, herrerizarnos la piel.
Buena falta hacía.