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junio 22, 2014

El futbol es un conjunto para diez, no para once

El futbol es un juego de conjunto para diez, no para once


Terra. Siempre admiré a los porteros, personajes solitarios, baluartes heroicos en esa guerra deportiva que es el futbol.


La memoria infantil grabó sus nombres y apodos: Raúl Córdova, el “Mono Arenaza”, el “Piolín” Mota. En el estadio de la Ciudad de los Deportes y luego en el de Ciudad Universitaria, vi jugar a Antonio “la Tota” Carbajal. Aunque se lanzaba por los aires, su virtud específica era más rara y difícil: adivinar las trayectorias para colocarse en el lugar preciso. También vi a Jaime “el Tubo” Gómez, quien alguna vez, aburrido del juego, se sentó a hojear un Memín Pinguín. Pero mi ídolo absoluto era el peruano Walter Ormeño, portero del América a principio de los sesenta.


“El famoso negro Ormeño“, me dijo Vargas Llosa, que lo había visto jugar en el Perú. Nacido en 1926, había pasado del Alianza de Lima al Boca Juniors y al Rosario Central de Argentina. Su contratación se debió a Fernando Marcos, que era el entrenador del América. Confió en él a pesar de que rebasaba los 35 años de edad.


En Argentina le apodaron “Gulliver“, en México “la Pantera Negra”. En aquellos tiempos en que no se usaban guantes y a veces ni siquiera rodilleras, Ormeño (que medía 1.92) salía a la cancha vestido con una holgada camisa de manga corta y reluciente color lila, y unos calzoncillos negros. Era maravilloso verlo volar entre los postes, despejar el balón, ordenar a sus defensas o alzarse majestuosamente sobre los delanteros para agarrar (palabra exacta) la pelota. Lo recuerdo siempre hierático, como presidiendo una ceremonia sagrada. El padre de un amigo mío, cercano a la directiva, me dijo: “Ormeño es muy culto”.


En las vacaciones invernales de 1960 pasé un par de semanas en San Antonio. Me parecieron una eternidad. Logré que me mandaran ejemplares del diario Esto, donde leí una noticia fatal: en un juego contra el Toluca, Ormeño había perdido la cabeza y agredido a un árbitro. (Los hechos, supe después, fueron accidentales). Se le expulsó un año. Tiempo después, el América importó al arquero del Racing argentino (Ataúlfo Sánchez) que en 1965 contribuyó al primer campeonato de liga del equipo en décadas. Mi ídolo volvió al Atlante, pero ya no era el mismo.


En esos años conocí la leyenda de varios arqueros: Amadeo Carrizo, del River Plate, el ruso Lev Yashin (“La araña negra”) y el uruguayo Ladislao Mazurkiewicz (siempre vestido de negro). Vi por televisión la atajada del checo Schrojf en Chile 1962 (elevándose en paralelo al travesaño) y, en el Estadio Jalisco en 1970, la no menos fantástica del inglés Gordon Banks a Pelé (similar a la extraordinaria de Memo Ochoa). En México -tierra de buenos porteros-, me deslumbró el poderoso y malogrado Miguel “Gato” Marín (autor del autogol más extraño de la historia) así como el genial Jorge Campos, que gozaba el juego como un niño.


Pero ninguno opacó el recuerdo de Ormeño. Para emularlo, en aquellos años decidí ser portero, compré (en “Pinedo Deportes”) un balón de cuero que frotaba con cebo todas las noches (olía horrible) y hacía que mi hermano me “chutara” tiros interminables en nuestro pequeño jardín (mi hermana nos servía de recoge-bolas). Esa fue mi posición en los partidos que librábamos (por ejemplo contra el Luis Vives) en la modesta cancha del Colegio Israelita.


Al entrar a la Facultad de Ingeniería, mi compañero Gustavo Rocha armó un equipo y lo bautizó -sepa Dios por qué- “Ciudad Madero”. Teníamos enjundia y no nos fue mal en la liga universitaria, contra equipos mucho más fuertes, plenos de estupendos jugadores de la Liga Española (Llaneza, Garritz) y nombres de albur (irrepetibles).


Pasaron más de treinta años. “¿Con quién crees que desayuné hoy en Vips?”, me dijo alguna vez mi padre. “¡Con Ormeño! Es muy caballeroso”. Así lo recuerdo en sus años posteriores como entrenador, impecablemente vestido de traje oscuro, con su gran melena blanca. La mandíbula cuadrada y tensa. La mirada concentrada. Estoy seguro de que disfrutó las inverosímiles atajadas de Guillermo Ochoa contra Brasil y recordó lances suyos. Quizá pensó en el azar, que rige todos los destinos, pero más el del portero. O en el silencio que lo envuelve cuando el juego ocurre a lo lejos, en la cancha enemiga. Y aquella vaga inquietud de saber que el peligro regresará como el oleaje, y que será preciso enfrentarlo. Porque el futbol es un juego de conjunto para diez, no para once. Hay uno que juega solo: el portero.