El cristalazo por: Rafael Cardona
Quizá sea por aquello de vivir en un valle de lágrimas y no hallar sino consuelo en la tristeza y evadirse de ella mediante la risa o la carcajada; pero los mexicanos siempre hallamos motivos para sonreír al menos, especialmente cuando conocemos los planes de los políticos de cualquier nivel. Uno a veces se dobla hasta con dolor del diafragma.
Hay cosas para la hilaridad, como esas juntas matutinas con las cuales los ineptos burócratas pretenden hacerle creer al mundo entero su enorme capacidad de organización. Si estuvieran organizados en verdad no necesitarían la tercera o la cuarta junta semanal para tratar, sin resolver, el mismo asunto, ni buscarían las muletas del halago para no tomar las decisiones cuya ejecución es cosa nada más de decir, hágase.
Otros políticos hacen reír con sus ideas. Son ideas tan grandes como para llamarlas “ideotas”. En este campo los jefes delegacionales son especialistas. Y de todos ellos destaca el ocurrente Víctor Hugo Romo, quien se ha tirado la genial idea de construir un “corredor cultural” en Tacubaya, prácticamente desde Los Pinos hasta la pavorosa plaza Charles de Gaulle, cuyo mugrerío y abandono habrían sido suficientes para la ruptura diplomática de los franceses.
Ese espacio, el de la plaza, fue invadido desde hace muchos años y los alrededores del Mercado Cartagena (cuyo nombre real es el de Gonzalo Peña Manterola, célebre jefe de Mercados del tiempo uruchurtiano) y se ha convertido en un dominio pleno de los comerciantes y también de los choferes del transporte público. Además, su condición se agrava por el caótico trazo de las gazas de la conjunción Viaducto, Circuito Interior, Periférico y ahora la ruta del Metrobús. Todo ahí es muestra de cómo se pueden hacer mal varias cosas simultáneamente.
Pues ahora Romo quiere invertir (o gastar) 800 millones de pesos para convertir a Tacubaya en (¡agárrese!) un “Barrio Mágico”, a semejanza de esa categorización tan cursi y recurrida de los “pueblos mágicos” con los cuales la secretaría de Turismo quiere exaltar los méritos de ciertos lugares del país.
En esas condiciones lo mágico no será el barrio sino el proyecto. Usted les pone en la mano 800 millones de pesos y ellos hacen como si estuvieran haciendo, enjalbegan cuatro o cinco bardas, levantan el pavimento y adoquinan el sendero; pintan fachadas, ponen tres o cuatro farolas, a eso le llaman “reordenamiento urbano” y –como hicieron en la privada de Horacio, en Polanco–, se tardan una eternidad, tiempo suficiente para “desaparecer” el dinero y emprender las cuentas del gran capitán.
Y si me he referido a esa obra de la privada de Horacio, un pequeño tramo de calle entre la avenida del mismo nombre y el anillo Periférico, es por su condición de obra maestra del humorismo urbano. Para cambiarle el piso, hacer banquetas y dejarla con arriates y circulación restringida a los estacionamientos de los edificios ahí asentados, en tiempo de lluvias, se han tardado tanto como los mandarines de la dinastía Qin en iniciar la Muralla China con sus larguísimos seis mil kilómetros.