Acuérdate de Acapulco
Nación Petatiux. Por: Enrique Abasolo.
El huracán de la corrupción asociada a nuestros Gobiernos priístas ha arrasado con la economía, con las instituciones y con Coahuila en general
Escribo desde la terminal de autobuses del Puerto de Acapulco, mientras aguardo junto con una legión de vacacionistas que regresa, luego de un fin de semana largo, a la rutina que dejaron en modo de espera en sus respectivas ciudades, principalmente, la CDMX.
Es media noche y el lugar está atestado de gente exhausta, gastada y quemada con lesiones cutáneas de segundo y tercer grado, gente que como yo lo único que anhela es una salida oportuna para despedirse del mar, la arena y las palmeras borrachas de sol (aunque creo que ésas son de Veracruz).
Si tengo suerte, por la mañana estaré en la capital (ya nadie dice así) y conseguiré un vuelo económico (a veces mi propio optimismo me conmueve) que me lleve de regreso al reino de la carne asada, a mi casita feliz en el árido noreste.
Cuarenta años después que el Chavo del Ocho se me hizo conocer la que llegó a ser la playa más famosa del mundo… y la verdad creo que fue una mala idea esperar tanto, ya que aquel viejo esplendor que se ensalzó en incontables películas y canciones ahora yace sepultado bajo sucesivas capas de catástrofes.
Vine al puerto a cumplir con un compromiso familiar, no porque la playa me chifle como destino vacacional. La verdad es que andar de costeñito exige mucha resistencia a las inclemencias del mar, el sol y otros implacables elementos, y sucede que yo soy más bien del tipo quejumbroso.
Aun así, todavía se percibe un paraíso terrenal subyacente en los escombros de una época dorada. Aquel puerto que el amoroso Flaco de Oro suplicaba a la Félix que recordase como escenario de su idilio, está allí.
Esa bahía que inspiró uno de los temas más influyentes del Siglo 20 y del que artistas como Hendrix, Led Zeppelin, Pink Floyd, Black Sabbath y Metallica hicieron sendas versiones, “El Acapulco Rock”, aún existe.
Esa playa en la que contrajera sus atribuladas nupcias don Rigo Tovar con su híbrida musa, mitad delirio erótico, mitad huachinango, se encuentra en el lugar de siempre.
Esa pintoresca zona costera donde el Rey Elvis se placeó en uno de sus infumables churros cinematográficos, “Fun in Acapulco”, continúa, pese a todo, siendo uno de los destinos turísticos más socorridos y mentados del planeta.
Claro, ya las celebridades dejaron de venir, ahora sólo el godinaje defeño y de puntos aledaños atiborra este rinconcito alguna vez privilegiado de la geografía del planeta.
Ya un poco más en serio, podemos decir que Acapulco tuvo la mala suerte de que “El Hombre”, entendido en su acepción más corporativista, le pusiera los ojos encima: le vio potencial, lo desarrolló, lo explotó hasta donde fue posible y después lo desechó para ir a hacer lo mismo en algún otro lugar virgen.
Los locales, sin embargo, se aferran a preservar su modus vivendi, el único que se les inculcó durante décadas y el único posible para participar un poco de la bonanza que en otra época borbotó como de un manantial mágico.
Pero el peligro de cimentar una economía en el turismo es que el atractivo de un paraje natural es finito y más bien breve si no se le cuida de manera adecuada, lo que deja a sus habitantes naufragando porque, cuando esta actividad económica se contrae, ni modo que los clavadistas y lancheros saquen sus maestrías y doctorados para comenzar a ejercerlas.
Es desafortunadísimo malacostumbrar a una sociedad a vivir de las propinas, a ser servidumbre y entretenedores y al cabo de los años, descubrir que tenemos a toda una sociedad con herramientas para la subsistencia muy precarias.
Hablemos del huracán que golpeó a Acapulco: más allá del daño que el turismo provoca en cualquier región, zona turística o reservación (como nosotros, que ya nos chingamos para siempre a Arteaga), el peor embate que sufrió el puerto fue de orden social, es decir, una sucesión de Gobiernos incompetentes y corruptos.
Preocupados en cómo llevarse la mayor tajada posible de aquella riqueza que corría a raudales en un aparente caudal infinito; sin preocuparse jamás por reinvertir en infraestructura, en estímulos económicos, en la preservación ecológica, en desarrollo humano (para que los mismos acapulqueños prosperaran y no le estuvieran trabajando por siempre a un patrón foráneo, y para que tuvieran otras alternativas de realización, otros horizontes más allá del turismo).
Pero por supuesto que los Gobiernos, siendo tan mezquinos, fueron totalmente rebasados cuando el crimen organizado azotó al puerto y a toda la entidad.
Y es que nada repele tanto a la inversión y a los vacacionistas como una buena ráfaga de balazos entre grupos delincuenciales en disputa. ¿Le suena familiar?
Acapulco es hoy una dama soñando con un pasado de juventud, hermosura, riqueza y celebridad, mientras sus desconcertados hijos hacen lo único que saben hacer desde varias generaciones atrás: dar servicio, atender, entretener; organizar la pachanga para el visitante.
Lo único que a los coahuilenses nos diferencia de esta situación catastrófica –y es mucho para ser honestos– es nuestra necesidad, real y aprendida de formarnos en lo académico, de cultivarnos, de ir a la universidad.
Y es que además no tenemos parajes o sitios de interés lo bastante atractivos como para cimentar nuestra economía en el turismo recreativo, que si los tuviéramos, ya hubiésemos mandado todo al carajo y viviríamos moviéndole la panza a los turistas gringos por unas monedas.
Por lo demás, idénticos huracanes han arrasado con nuestra economía, con nuestros valores, con las instituciones y con Coahuila en general como sociedad: el huracán de la corrupción asociada a nuestros Gobiernos priístas.
Y el tiburón, por supuesto, está a la vista y dicen que viene con más carácter.
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