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julio 05, 2014

Algodones para el gigante

Raymundo Riva palacio


PRIMER TIEMPO: En verdad, decía, no jugaba contra Peña Nieto. Hace una semana, el periodista de la cadena publica de televisión de Estados Unidos, PBS, Charlie Rose, entrevistó en Los Pinos al presidente Enrique Peña Nieto y le preguntó: “Usted está enfrentando a su ciudadano más rico, Carlos Slim; él obviamente se defenderá. ¿Cómo se desarrollará esta lucha?”. Peña Nieto no respondió directamente. La reforma de telecomunicaciones, dijo, es para que haya más competencia y que ésta impacte en el desarrollo económico. Ni una mención de Slim. Los dos son viejos conocidos, desde los tiempos en que Peña Nieto era gobernador del estado de México y Slim invertía fuertemente en obras públicas en la entidad. Se vieron muchas veces, inclusive en las oficinas centrales de Slim en las Lomas de Chapultepec. Su relación era buena, y cuando se ponía tirante, generalmente porque algún subordinado del gobernador se ponía creativo y atoraba el desarrollo de las obras, solían arreglar las diferencias de manera relativamente sencilla. Peña Nieto se convirtió eventualmente en candidato presidencial, y conforme avanzaba la campaña enfrentó la oposición de su principal rival en la contienda, Andrés Manuel López Obrador, y del periódico Reforma. En el equipo de Peña Nieto estaban seguros que Slim había inyectado recursos, tanto a la campaña de López Obrador, como a Reforma. Alimentaba la percepción las versiones en los más altos niveles en los medios, que Slim había pactado con Reforma un incremento de 30% en la pauta de publicidad con el diario y que, además, había pagado tres años por adelantado. Nada de eso se podía probar, pero la convicción con lo que lo decían en el equipo de campaña, parecía como si estuviera científicamente probado. Ayudaba a la percepción una cobertura que sentían favorable a López Obrador en ese periódico, comparada con una negativa sobre Peña Nieto. En el entorno cercano de Slim, aseguraban a los colaboradores del entonces candidato, era absolutamente falso que el empresario estuviera jugando políticamente a las contras de Peña Nieto. De ninguna manera, ni con él, ni con ningún otro candidato. Sencillamente, afirmaban, no jugaban a la política electoral. Las percepciones nunca cejaron en la campaña, ni siquiera cuando ya como Presidente electo, y con la claridad de que vendría una reforma en telecomunicaciones que afectaría a las empresas de Slim, enviaron mensajes repetidos a sus oficinas de campaña: no dejará de invertir en México. En ese entonces, sólo las cejas levantaban.


SEGUNDO TIEMPO: Los temores, cristalizados el 1 de diciembre. En la logística de los invitados al primer mensaje de Enrique Peña Nieto como Presidente, en Palacio Nacional, los organizadores fueron cuidadosos. Entre la cuarta y la sexta fila, casi de frente a Peña Nieto, pero un poquito cargado a su derecha, con gafetes platino para los invitados super especiales, sentaron juntos a Emilio Azcárraga, Ricardo Salinas y Carlos Slim. Vaya cóctel. Azcárraga de Televisa, y Salinas de TV Azteca, que fueron socios de Slim o recurrieron en algún momento a sus financiamientos para apalancar operaciones, ya habían roto relaciones empresariales con el principal accionista de Telmex y Telcel. Saberlos enfrentados no motivó a nadie en el equipo de Peña Nieto para que reorganizara cómo se sentaban. Fue deliberado. Juntos, para que escucharan del Presidente entrante que habría reforma de telecomunicaciones. Fue un trueno en sus tímpanos, aunque Slim y su yerno y vocero, Arturo Elías, a su izquierda, aplaudieron diplomáticamente. A la salida, sabían que era inevitable que entrarían a un periodo de turbulencia. Seis años antes, en una entrevista con el Financial Times, Agustín Carstens, quien sería el secretario de Hacienda del presidente Felipe Calderón, amenazó que desmantelarían a los monopolios, pero no le creyeron mucho. En esa ocasión, por razones nunca reveladas, el diagnóstico era que sí sucedería. Slim se venía preparando para entrar a la televisión abierta, y construyó Uno TV, televisión por internet con estudios que muchas cadenas de televisión quisieran. Parecía un caballo en arrancadero, donde los montos de la inversión hacían pensar que una de las futuras cadenas de televisión, terminarían dentro de su grupo. Meses después, entendió que no sería así. Más aún, la forma como se desarrolló el debate público y las declaraciones de funcionarios que usaban la palabra “monopolio” como sinónimo de sus empresas de telefonía, le hicieron comprender que el fin de la hegemonía en el sector se acercaba al fin. Pero como en los tiempos de la transición al poder, envió nuevamente mensajes, a través del secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, que pasara lo que pasara, seguiría invirtiendo en México. Cuando se aprobó la reforma constitucional, sus ideas comenzaron a cambiar. No retiraría sus inversiones de México, pero empezaría a buscar cómo cambiar los porcentajes de sus ingresos, de inversiones en el exterior.


TERCER TIEMPO: A desagregar sus empresas, pero con algodones, por favor. Era inevitable. El monopolio en las telecomunicaciones era el ejemplo en el mundo de lo que no debía ser, porque, se alegaba, desalentaba la competencia e impedía que el desarrollo detonara. Las telecomunicaciones son un negocio que encadena y vincula a múltiples actividades productivas, que generan empleo y derrama económica. Pero con el control del 80 por ciento de las líneas telefónicas fijas y cerca de 70 por ciento de los celulares, además de tener sólo para su grupo la interconexión, que le daba por únicamente permitir el acceso a la llamada última milla a otros proveedores de telefonía siete mil millones de dólares, esa posibilidad estaba limitada. El principal accionista de Telmex y Telcel, Carlos Slim, había multiplicado 300 veces lo que originalmente pagó por Teléfonos de México, y ese negocio lo llevó a estar, durante casi una década, entre el trío de hombres más ricos del mundo. Un ingeniero de la UNAM con una mente sagaz y tremendamente capaz para los negocios, se desdobló en todo tipo de actividades económicas, desde plataformas petroleras hasta panaderías, equipos de futbol y de Fórmula Uno, tiendas, constructoras, cerillos, papel y todo con que uno tenía contacto en la vida cotidiana. Las empresas de Slim representan el 6% del PIB de México, y supera al de 115 países. No hay dignatario o rey que no le abra las puertas al ingeniero mexicano, ni empresario que no quiera platicar con él. El presidente Enrique Peña Nieto, que lo conocía de tiempo antes, no había comprendido el poder y la influencia de Slim hasta que como presidente electo viajó a Sudamérica y le sorprendió, como dijo un asesor, que “todos lo conocían”. Sus empresas estaban en todos lados, y sus nombres eran de consumo doméstico. Ir contra su imperio de telecomunicaciones, era inevitable, pero no podría ser un movimiento brusco, porque podía afectar la economía interna. En los más de18 meses de gobierno de Peña Nieto, Slim ha cambiado la mezcla de ingresos; lo que antes era predominantemente en pesos, ahora es en divisas. La ley de telecomunicaciones lo aprieta, pero no pueden ahogarlo. El principal afectado, qué paradoja, no sería él, sino el país.


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