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febrero 21, 2017

Lo persuasivo y lo coercitivo

Lo persuasivo y lo coercitivo

Claraboya. Por: Luferni.

 

“Si no paga, tendrá una multa”.

“Si paga a tiempo, tendrá un descuento y podrá  participar en sorteo que ofrece atractivos premios”.

Este contraste es algo parecido al de las dos vendedoras: una con muchos compradores de dulces y otra con escasos clientes. Se descubrió que la primera ponía pocos dulces en la balanza y luego iba echando más y más y más. Y la segunda echaba muchos primero y luego le quitaba y le quitaba y le quitaba.

La señora aquella en la excursión regañaba al hijo mayor culpándolo del cansancio del menor, que cargaba la pesada mochila. Se acercó el reprendido, le arrebató la mochila al menor y, empujándolo, la cargó a regañadientes.

En situación similar, otra madre se acercó a su hijo y le hizo ver el sudor de su hermano menor y le preguntó si no querría ayudarle y cargar un rato la mochila. Se acercó él a su hermano sonriendo, le dio una palmada, le pasó el refresco que iba a tomar y recibió la mochila de su hermano agradecido.
Persuadir es llegar a la mente con razones, al corazón con sentimientos y a la voluntad con motivaciones. La coerción toma el otro camino del regaño, de la amenaza, de la inculpación. La persuasión conduce a una buena acción y lo coercitivo, aunque logra resultados, atropella personas.

El ejercicio de la autoridad paternal, gerencial, militar, municipal, estatal o nacional, magisterial, policial, pastoral… se matiza con uno u otro color. Causa indignación, malestar, molestia, rebeldía o produce satisfacción, bienestar, entusiasmo, alegría. Ambas actitudes las tenemos repetidas en todos los niveles con sendas reacciones opuestas.

La deshumanización de la comunicación quita la lubricación del respeto, de la cortesía, de la amabilidad, del buen trato y de aquella cervantina virtud, olvidada ya, que se llamaba hidalguía. El mal ejemplo actual de la ignorancia diplomática, en relaciones internacionales, produce reacciones de crítica, de menosprecio, de hostilidad, de descalificación.

Cuando se da en personas con función pública, se interpreta como una permisión para discriminar, para excluir, para menospreciar, para incluso despedir y alejar, desgarrando la unidad.

Lo fácil es bajarse al mismo nivel, contagiarse de lo mismo que se condena, volver a la ley del talión de ojo-por ojo-y-diente-por-diente.

Pero la mejor inteligencia y la verdadera victoria es conservar la serenidad que no entra a ese juego y permanece congruente con la conciencia de su propia dignidad…