Déficit histórico
Bajo Fuego. Por: Antonio Rivera Rosales
Un déficit histórico de más de 13 mil millones de pesos es el que recibirá Héctor Astudillo cuando acceda al poder en octubre próximo.
Es decir, recibirá un estado en bancarrota, con una economía golpeada por la violencia y con débitos sociales pendientes que, de ser esclarecidos, permitirían enviar un mensaje de concordia y tranquilidad a la población.
Por desgracia el escenario no ofrece una visión alentadora: dada la situación prevaleciente en el estado, un cambio de gobierno por sí mismo en nada modificará el estado de cosas que mantienen en vilo a la población guerrerense.
Para contar con un golpe de efecto, el cambio de gobierno debe traducirse también en un cambio rotundo de políticas públicas que garanticen atención inmediata a la comunidad tanto en el modo como en la implementación inmediata de programas que cuenten con el consenso social.
Ya basta del discurso autocomplaciente del poder que, investido con todos los recursos que proporciona el monopolio del presupuesto y la violencia institucional, toma distancia de inmediato de la sociedad para convertirse en un ente absoluto, lejano e intangible, que desdeña la cercanía con su población.
Esto significa simple y llanamente consultar a la comunidad sobre la activación de determinados programas de atención inmediata y directa a las familias guerrerenses en materias tan aparentemente disociadas como la construcción de políticas públicas que les den de comer especialmente a los sectores más pobres, la generación de empleos, el combate a la violencia pero, de manera muy especial, la aplicación de justicia y combate a la corrupción.
Hace unos días, Héctor Astudillo utilizó una frase mágica para sustentar una hipotética decisión en el agravio más lacerante que han sufrido los guerrerenses: la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa en la ciudad de Iguala, ocurrido en septiembre pasado.
Al referirse a Iguala Astudillo dijo, palabras más, palabras menos: “Ni perdón, ni olvido”. Pues bueno, verdaderamente esperemos que sea así.
Por eso decíamos en una anterior entrega que debe comenzar por esclarecer plenamente lo que pasó en Iguala y aplicar la ley: es decir, ofrendar verdad y justicia a las y los guerrerenses agobiados por un sistema de procuración y administración de justicia corrupto y enemigo de la sociedad.
Pero si de verdad su decisión irá más allá, entonces en coordinación con las autoridades federales deberá encausar a todos quienes resulten involucrados en el caso Iguala-Ayotzinapa, tanto por acción como por omisión. Y ello implica conocer a ciencia cierta qué pasó con los 43 desaparecidos, quién escondió las evidencias, quién simuló la búsqueda de la verdad, qué autoridades locales o federales pecaron de omisión, quiénes fueron cómplices de la barbarie.
La justicia debe alcanzar a quienes asesinaron a Arturo Hernández Cardona y sus compañeros de la Unidad Popular de Iguala, lo que desencadenó la reacción homicida de la pareja Abarca-Pineda con las consecuencias por todos conocidas.
Pero también debe combatir la impunidad y la corrupción. Eso significa escudriñar en el fino hilo conductor entre los servidores públicos y el grupo delictivo que se hace llamar Guerreros Unidos, la banda criminal que mantiene el control de la mayor parte de la heroína que ingresa por toneladas a la Unión Americana, principal causal de violencia que desde hace años ha germinado en desolación, muerte, luto y dolor en todo el territorio guerrerense, no sólo en Iguala.
Esos criminales, lejos de estar desarticulados como sugería el discurso oficial, sólo se replegaron hacia una zona geográfica inaccesible para continuar con su jugoso negocio.
La batida tiene que alcanzar a los demás grupos criminales que pululan en el territorio guerrerense obligando a cientos, miles de familias humildes, a someterse a su cruel albedrío para reproducir el círculo vicioso en el que todos los partidos políticos, casi sin excepción, han participado.
Las finanzas públicas, claro, también tienen que ser revisadas para ubicar el origen del boquete financiero que padece la administración pública en Guerrero. Eso significa revisar la gestión de René Juárez Cisneros -quien concedió muchas plazas educativas sin techo presupuestal- y de Zeferino Torreblanca -a quien se imputan desvíos milonarios en la Secretaría de Salud-. Ambos instruyeron desvíos que alcanzan casi 12 mil millones de pesos que se fueron al pozo sin fondo de los grupos de presión. O a las cuentas en dólares de los propios funcionarios.
Así pues, verdad y justicia, pero también revisión de cuentas a mandatos anteriores, es lo que deberá implementar Astudillo si quiere dar con los responsables de la bancarrota heredada. Y los responsables deben irse no a sus casas, sino a prisión.
En tal sentido priistas, perredistas y panistas estarían en la mira de la justicia. Si es que Héctor Astudillo de verdad quiere traer orden y paz al estado de Guerrero. Como se observa, la tarea es colosal porque difícilmente el nuevo mandatario enviará a la cárcel a sus propios compañeros de partido. ¿O si?
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